Nunca me has perdido.

Camille paseaba por las nocturnas calles de Madrid. Sus tacones de diecisiete centímetros no le impedían mantener el equilibrio y llevar un buen paso para llegar al local dónde había quedado con sus amigos.

Cuando divisó la entrada, se puso la máscara y entró.

Reinaba el silencio; la oscuridad de la noche se había acumulado en aquella habitación. Notaba que había una respiración más en la sala, sonrió.

La luz se encendió pocos segundos después. Dos máscaras se miraban fijamente: una leona, con un rostro dorado, oscurecido en el perfil de los rasgos, mostrando unos enormes ojos verdes con chispitas doradas y un pelo dorado ondulado; una máscara blanca, mostrando unos pequeños ojos azules con largas pestañas, con una lágrima negra tintada, pelo castaño claro, medianamente largo.

-¿A qué viene esa lágrima?

La leona se acercó al mimo, inexpresivo. Se quitó la máscara e hizo lo mismo con la de Guillaume. Ella se acercó a su cuello, cerró los ojos, disfrutando de su fragancia. El la tomó por el mentón, hasta que sus miradas se encontraron.

-He perdido a mi chica.

Esas palabras fueron una punzada para Camille; instintivamente le abrazó.

-Nunca me has perdido.

La cara de la leona se volvió inexpresiva; la del mimo recuperó la expresividad.